LdP. El gigante del Valle estrecho (versión gigante)
“Cuenta la leyenda…”
… que existía un gigante que vivía con su hija muy cerca de San Martín de los Herreros. Y esta es la historia contada por él.
Yo era sobreprotector con mi hija, la niña de mis ojos, y no dejaba que saliera de casa, sólo para los recados necesarios, y todo por protegerla.
Pero los días, las semanas, los meses y los años iban pasando y ella creció. Lo que a ella cuando sólo era una niña le parecía normal, cuando se hizo mayor no lo era tanto. La sangre de la juventud empezaba a recorrer sus venas. La rebeldía de la pubertad consistente en la seguridad de que ya no pertenecía al mundo de los niños y quería llegar al mundo de los adultos, cada vez se asentaban más en su mente y en su corazón. Y yo me hacía el ciego, el sordo, el loco y el tonto, porque seguía mirándola como mi niña bonita, aunque ya no la veía como tal.
Y un buen día, la rebeldía, la ceguera y la locura del amor también arraigó en su corazón. De eso sí que me di cuenta cuando los recados que tenía que hacer se doblaban en el tiempo. Y un buen día la seguí. Sí. Era tal el celo por mi hija que la seguí hasta la plaza de un pueblo donde estaban actuando unos comediantes. Y mi hija sólo tenía ojos para el protagonista, que además era el autor de los sainetes que estaban interpretando. La verdad es que no eran malos, pero para mí eran los peores del mundo porque habían engatusado a mi niña.
Iracundo volví a casa a esperar a mi niña, que tardó lo que últimamente se estaba convirtiendo en una costumbre, y la solté todo lo que había visto, y la prohibí salir de casa. Ella lógicamente se oponía, pero yo como padre y como gigante me impuse, o eso creía yo y conseguí que no saliera de casa para nada. De los recados y demandas varias de las que se tenía que ocupar mi hija, acabé haciéndolo yo.
Parecía que todo volvía a su cauce. Ella parecía que volvía a ser mi niña, mi hija predilecta y única. Que engañado me tenía. Todo era apariencia. En su interior seguía bullendo la sangre rebelde de la juventud, y al día siguiente de dejarla salir a hacer los recados (que tardó muy poco en hacerlos), me trajo una botella de un muy buen vino, que resultó tener un brebaje que me ayudó a dormir profundamente y a soñar, ignorante, que mi hija seguía en casa cuando la realidad era la contraria.
Y tocó despertar y volver a la realidad, con el terrible golpe de constatar que mi hija de su hogar había renunciado y huido con ese maldito y advenedizo comediante. Colérico e iracundo salí de casa dispuesto a remover montañas y ríos hasta encontrarla. Mi boca clamaba su nombre y los ecos de mi voz retumbaban por el Valle Estrecho, las rocas caían por los calares y hasta las fieras del bosque se refugiaban en las cuevas. Busqué por todos los pueblos y paisanos y viajeros me informaban que mi hija se encontraba lejos, pero ninguno se ponía de acuerdo en qué lugar se hallaba.
Y un mal día, después de mucho sollozar, me cansé y a la rabia siguió una profunda tristeza. Abandoné mi hogar, que ya no era tal sin mi hija, y me fui a recostar utilizando de almohada Peña Redonda para poder ver Tierra de Campos, sitio por el que marchó mi hija, esperando volver a ver su silueta de vuelta. Pero no volvía y mis lágrimas empezaron a brotar, hasta que una noche, también cansado de llorar, me convertí en piedra.
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