Ellos me encontraron
escondida entre las rocas. Ella me vió, se agachó y me recogió
con sumo cuidado. Me colocó asomando entre su mochila y seguimos
el camino.
Hasta entonces, yo
creía conocer cada roca, cada árbol, cada criatura viviente de
aquel lugar. Había nacido allí y allí había crecido hasta que
caí y fui a parar a esas rocas tan escondidas. “Las Buitreras”
las llaman. Y allí permanecí largo tiempo hasta que ella me
encontró y me recogió. A mí. A una simple pluma de
buitre.
Acostumbrada a verlo
todo desde el aire, a jugar con la brisa, a impulsarme a través
de ella.... el ir asomando por la cremallera de una mochila me
hizo sentirme pequeña, muy pequeña. Pero importante. Me acordé
de las historias que contaban mis antepasados acerca de algunas
de nosotras, puestas sobre las cabelleras de esos humanos que un
día existieron y a los que llamaban “indios”. Así era como me
sentía en ese momento. Y así fue cómo conocí ese lugar al que
creía ya dominado bajo las alas a las que un día
pertenecí.
Aquella mochila iba
anclada en ella como si fuera una parte más de su espalda. Tenía
una forma mágica de mirar lo que veía alrededor. Siempre que
ponía esa mirada, a mí me parecía que era la persona con los
ojos más bonitos que había visto nunca. Pero lo verdaderamente
bonito era el paisaje que la rodeaba. Era ese paisaje el que se
metía dentro de ella y cambiaba su mirada. La Pedriza, ese
laberinto de rocas graníticas, era para ella un lugar mágico.
Allí habían encontrado antaño los bandoleros y los pastores;
unos dedicados a la picaresca y otros al más noble arte de
cuidar el equilibrio entre el hombre y la tierra, un sitio donde
vivir en libertad. Y allí había encontrado ella
magia.
Yendo en su mochila, descubrí lo que, desde el aire, escondían los
árboles y la distancia: cientos de senderos cuajados de pinos,
jaras y riachuelos. Con ella, he visto enormes Torres de piedra,
rocas en un perfecto equilibrio que ya dura millones de años,
puentes de granito (o de “Los Pollos” como insisten en llamar a
uno), una lagunilla pequeña y hermosa helada en invierno que
desaparece por arte de magia en verano y vigilada en el paso de los
tiempos por largos soldados de piedra que la rodean, un enorme
Hueso agarrado en sus extremos a la roca y a la tierra, un
Elefantito fuera de la sabana, una Gran Cañada llena de un verde
infinito en primavera, un Yelmo de varias toneladas acabado en un
apuntalado vértice geodésico, un Caracol en medio de la famosa
Senda Maeso, un risco llamado de “La Bota” con vistas a la Cuerda
Larga, un Cáliz que ya quisieran tener en la iglesia de su pueblo,
un Pájaro posado en lo alto de una cima, un Cocodrilo escalado por
pequeñas criaturas con cuerdas y arneses, una Pared llamada como el
pantano que habita cerca... y mirad si es mágico este lugar que he
llegado a ver el Dedo de Dios.
Lo
que no entiendo muy bien es el empeño de los humanos en dar
nombres a todo. Muchas veces no consigo ver dibujado en la roca
el nombre que la denomina. Aunque mi guía tiene todavía más
imaginación. ¡Pues no me dice que una de las rocas es una de Las
Meninas de Velázquez!
He avanzado por el Callejón de las Abejas, por la Cuerda de las
Milaneras, por Los Llanillos, por G.Rs. y P.Rs., por senderos
pintados de blanco y rojo, de blanco y amarillo, de azul, de
morado...señalados con hitos, o sin ellos; o sin senderos ni
trochas, sintiendo como las ramitas de los rosales silvestres, las
jaras y las zarzamoras rozaban en los brazos y piernas de mi
guía.
Con ella he sentido el
desaliento de no encontrar el camino, de tener que volver sobre
los pasos, el temblor en sus piernas tras largas horas caminando
hacia arriba, a lo alto... y he descubierto secretos que antes
habían pasado por leyendas. Como la de una joven perteneciente a
la aristocracia madrileña a la que secuestraron unos bandoleros
y llevaron a La Pedriza. Allí, hubo una pelea entre ellos que se
saldó con la muerte de éstos en “El Cancho de los Muertos”. La
joven vagó sin rumbo hasta que un pastor la encontró y la
devolvió a su origen. Este humilde hombre no quiso recompensas
ni quedarse con ellos. Sólo volver a su amado hogar en La
Pedriza. Allí murió. Y allí cuenta la leyenda que le enterraron
bajo una cruz de piedra: La Cruz del Mierlo que, bastantes años
más tarde, otro montañero logró encontrar, demostrando así que
todas las leyendas siempre tienen su parte de verdad. Allí sigue
La Cruz del Mierlo. Allí la llegamos a ver
nosotros.
O
el secreto de los ermitaños. Sí, porque en La Pedriza viven dos
ermitaños. Yo he visto una de sus cabañas. Por casualidad, como
en un cuento, al lado de una pequeña praderita, apareció ante
mis ojos: una casita hecha de roca, madera y verde hiedra.
Cuando la vi creí que en ella moraban los elfos, o los duendes,
o las hadas del bosque. Quién sabe.
Pero
todo llega a su fin. Incluso para una pluma. Estaba convencida
de que me abandonaría, de que me dejaría en cualquier sitio,
tirada entre las rocas. Pero me equivoqué. Hay gente que tiene
en su casa trofeos, diplomas, figuras de porcelana... pero ella
no. Ella tiene fotos de montañas y bosques, una enorme piña de
facciones perfectas, una ramita de pino y me tiene a mí, oteando
desde el lugar más vistoso. Y cada vez que ella me mira, su
mirada cambia. Y entonces vuelvo a ver La Pedriza: ese lugar tan
mágico.
Texto extraído de
larevelacion.com |